A 5.000 metros de altitud y rodeadas de un paisaje "extraterrestre", 66 gigantescas antenas captan un tipo de radiación que permite a los astrónomos estudiar el Universo frió ...
El desierto de Atacama es uno de esos extraños lugares de la Tierra que hacen sentir al viajero que está en otro planeta. En Marte, quizás. Pero nos encontramos en el norte de Chile, tierra de volcanes entre los que destaca el cono casi perfecto del Licancabur, que en kunza, la lengua de los indígenas atacameños que habitan esta región, significa montaña del pueblo. Dicen que el ambiente de la laguna que hay en la cima de este volcán de 5.920 metros de altura, con muy poco oxígeno y altísimos niveles de radiación, es parecido a cómo debía ser Marte hace 3,5 millones de años.
Las majestuosas siluetas del Licancabur y de su vecino Láscar, uno de los volcanes más activos de Chile, dominan el paisaje cuando se sube hasta el llano de Chajnantor (lugar de despegue, en kunza), situado a 5.000 metros de altitud sobre el nivel del mar. Por el camino, a 4.000 metros, nos hemos cruzado con una familia de vicuñas, un pequeño y elegante mamífero emparentado con la llama. El zorro andino y el puma también habitan estas tierras, en cuyas laderas florecen grandes extensiones de cactus cardón que muestran cómo incluso los ecosistemas más inhóspitos son el hogar de numerosas especies.
Al final de la carretera, como si de un espejismo se tratara y rodeados de un entorno que recuerda a cómo es Marte en la actualidad, se ven a lo lejos decenas de discos de color blanco. Las grandes dimensiones de este altiplano de la cordillera de los Andes engañan a la vista y hay que acercarse a ellos para darse cuenta de su gran tamaño.
Son las antenas de ALMA (Atacama Large Millimeter/submillimeter Array), el mayor radiotelescopio del mundo. Día y noche, sus 66 antenas de alta precisión, de entre siete y 12 metros de diámetro, apuntan al inmaculado cielo austral para captar las llamadas ondas milimétricas y submilimétricas, un tipo de radiación invisible al ojo humano que permite a los astrónomos estudiar el llamado Universo frío y viajar en el tiempo para observar los vestigios de la radiación del Big Bang. De las primeras galaxias y estrellas que se formaron, de los primeros rastros de vida. Observar, en definitiva, cómo comenzó todo.
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